El trasplante de progenitores hematopoyéticos (TPH) persigue dos metas: sustituir una hematopoyesis insuficiente/defectuosa o neoplásica y permitir tratamientos antineoplásicos a dosis altas que causan mielodepresión profunda. Se clasifica, de forma práctica, en autólogo (las células del propio paciente, almacenadas y reinfundidas) y alogénico (de un donante compatible).
Sus indicaciones incluyen enfermedades genéticas (drepanocitosis, inmunodeficiencias, talasemia mayor; solo en modalidad alogénica) y adquiridas: no neoplásicas (aplasia medular grave, hemoglobinuria paroxística nocturna) y neoplásicas, tanto sólidas (sarcoma de Ewing, tumores de células germinales) como hematológicas (linfomas, leucemias, síndromes mielodisplásicos, mieloma múltiple).
El proceso comprende: acondicionamiento (quimio/radioterapia para erradicar enfermedad, hacer espacio medular e inmunodeprimir), obtención de progenitores (autólogos o del donante el mismo día), infusión intravenosa tras descongelación, fase aplásica (soporte con transfusiones) y recuperación hematológica a los 10–14 días (ascenso de leucocitos y plaquetas). Las complicaciones más relevantes son la enfermedad injerto contra huésped en alogénicos (aguda: piel, tubo digestivo, hígado; crónica: multiorgánica), rechazo del injerto, infecciones por neutropenia temprana, neumonitis intersticial y el síndrome de obstrucción sinusoidal hepática (ascitis, aumento de peso, hepatomegalia dolorosa y hiperbilirrubinemia).
